Reginaldo que era quien tenía un poco de
conocimiento de urbanidad por sus constantes viajes a las ciudades, fue quien
sugirió que no se siguieran
haciendo remolinos de casas y se marcaran algunas calles, para que la
circulación fuera más fácil. Así fue como desde la plaza, salieron algunas
calles, todas chuecas, pues nadie siguió el reglamento y seguían cercando como
les venía en gana. Estaba el camino real, que era una calle natural a la orilla
de la plaza, luego, se hicieron dos calles que llegaban directo a la capilla,
en dirección norte-sur, luego una calle hacia el oriente que daba al llano que
había entre arroyo y arroyo, en donde la gente solía soltar sus animales en
tiempos de secas, y por eso le llamaban el potrero. Poco a poco se pobló toda la orilla del camino real, de tal
manera que las únicas salidas del Remolino para ir al cerro, eran los cauces de
los arroyos.
En tiempo de lluvia, cuando los arroyos
bajaban con torrentes incontenibles, varias veces arrasaron con jacales que
estaban muy a la orilla, fue por esa razón que con mezcal de cal y piedra (cal
y canto) hicieron muros de protección para evitar que aquel aguadijal los
inundara o incluso llegara hasta la plaza.
Anselmo Arelis se había fincado junto a
las casas de Anastasio Haro, a la orilla del arroyo que había más al sur, el
llamado Arroyito Blanco. Este hombre ya había vivido en el Rio Adentro, luego,
al otro lado del rio, pero en ningún lugar estaba a gusto porque tenía cuatro
hijas y era muy celoso, tanto con ellas como con su mujer. No quería que la
gente anduviera hablando de ellas y pensó que el Remolino era la mejor solución
para mitigar sus celos, acá vivía pura gente decente. Nunca se imaginó el
hombre, que la amistad que su hija tenía con Elvira Luna, era más que nada de
complicidad, pues las dos muchachas se protegían una a la otra, para poder tener sus amoríos con
el soldado francés. Por ser Elvira una muchacha seria y de familia, era que
Anselmo dejaba que María se fuera a dormir a la casa de Elvira, supuestamente
para que le ayudara a cuidar a su abuelita ya muy anciana y viejecita.
El día que se descubrió que ellas se
metían con el francés, María y Elvira fueron a esconderse al cerro de las
Ventanas. Ya muy tarde tuvieron que regresar a sus casas. A María ya la estaba
esperando Anselmo con la coyunda de los bueyes remojando en una batea.
Ella llegó con la cabeza baja. Anselmo la
recibió con una cachetada que la derribó, luego fue por la coyunda y con
aquella correa húmeda la golpeo hasta dejarla desmayada. Ahí quedo tirada, por
orden del mismo hombre nadie de la casa debería de ayudarle. Cuando despertó,
se incorporó y solo escucho el grito de su padre desde adentro del jacal.
__ ¡Lárgate mucho a la rechingada si no
quieres que te ponga otra monda!
El sol se estaba metiendo cuando salió
de su casa. Camino rumbo al norte por el camino real. Paso a un lado de la
plaza. Llego al remolino de los Luna y pregunto por Elvira. Gumaro salió y con
gritos la corrió pidiéndole que nunca regresara. Siguió de largo por el camino
real. Paso en medio de la nopalera y llego hasta la ermita de Bernabé, en donde
le habían quemado sus cruces los soldados de Santa Anna. Ahí se le acabaron las
fuerzas y nuevamente se desmayó. Antes de amanecer despertó por el frio y busco
refugio en la ermita. Cuando el sol salió la atosigo el hambre. Recordó que el
día anterior no había probado bocado. Un hombre venia por el camino. Sin pena alguna
lo abordo.
__ Oye ¿no tienes algo de comer?
El hombre la miro. Muy hermosa. Los ojos
hinchados como que había llorado mucho. En el morral de ixtle que llevaba al
hombro, sabía que iban los tacos de frijoles que le había preparado su mujer
como bastimento para todo el día. Si se los daba a aquella mujer ¿Entonces qué
comería él? En el trapiche a donde iba, solo había cañas y más cañas, harto
estaba de ellas.
__ No, nomás trigo mi itacate, pero no
te lo puedo dar, es pa mí.
__ Ándale, no seas malo. Tengo mucha
hambre, o dame tres centavos para ir a comer a Juchipila. Mira, si me das
algo__ En ese momento por la desesperación del hambre, María le mostro sus
pechos__ Te dejo que toques mis pechos.
El hombre sintió un escalofrió. El
espectáculo era hermoso. Los pechos firmes de una jovencita no como los cuajos
de su mujer. Saco el bonche de tacos que enredados en una hermosa servilleta
bordada emanaban un rico olor a tortilla recién hecha.
__ Te los doy todos, pero si me dejas
que te monte.
María lo analizó por un momento. Virgen
ya no era, hacia dos meses que ese privilegio se lo había otorgado al francés.
No le había venido el sangrado mensual como solía ocurrirle y ya lo había
comentado con Elvira, que le pasaba lo mismo, a lo mejor estaban embarazadas. Ya
sospechaba lo que era una realidad, llevaba el producto de sus amoríos con el
francés y por experiencias ajenas, sabía que tenía que cuidarse, pero que
caray, el hambre era mucha y si no le había pasado nada con la golpiza que le
había dado su padre, que podía pasar si le permitía a aquel hombre que la
montara, lo importante era comer. Ella coqueta camino tras la nopalera, el
hombre tras ella. Solo se agacho y el hombre hizo el trabajo mientras ella
fatigaba para desanudar la servilleta y empezar a comer con desesperación
aquellos tacos. Un minuto después el hombre termino la acción. Se despidió de
ella y siguió su camino rumbo al trapiche mientras María terminaba con toda la
ración, luego se quedó dormida plácidamente.
Al medio día llegó un hombre montado a caballo. Se
detuvo frente a ella. La miró y sonriendo le preguntó.
__ Oye muchacha ¿Es cierto que tú haces
travesuras por unos tacos?
María sintió mucha pena por aquella
pregunta, quiso responder agresivamente, pero se contuvo y sintiendo que el
hambre le volvía a hacer otro llamado, contestó sonriente.
__ Pues por unos tacos o por unos cinco
centavos.
__ Ja, cinco centavos, ¿No querrás mejor
un ocho reales?
__ Pos usted dirá.
Muy sonriente el hombre desmontó. Amarró
su caballo a un huizache. Desamarró un sarape que llevaba en la parte trasera
de la silla del caballo y luego, tomando a la muchacha del brazo la llevó atrás
de la nopalera.
__ Vente chiquita, ya verás que bien nos
vamos a arreglar tú y yo.
Aquel hombre estuvo mejor que el de la
mañana, cuando todo terminó, el hombre se vistió y le arrojo unas monedas de
cobre a la muchacha.
__ Toma, con esto puedes ir a Juchipila
y comer en la fonda. ¿Dónde vives?
__ Pues aquí, donde más.
__ ¿En dónde? Nomás está la ermita
__ Pos ahí.
__ Va a hacer frio. Quédate con el
zarape, mañana voy a mandar unos hombres para que te hagan un jacal. Voy a
venirte a ver casi todos los días. A ver si se te quitan pronto esos moretones
que tienes en las piernas. Se te ven muy feos.
__ Pues sí. Me los hizo mi padre ayer. Se me van a quitar.
El hombre volvió a su casa en el
Ahualulco y ella corrió a Juchipila para comer en el mesón. Ahí contó en donde vivía y que por unos
centavos haría feliz al hombre que quisiera, es misma noche la visitaron cinco
hombres de Juchipila.
Otro día, tal y como le había prometido
el hombre del Ahualulco, llegaron tres hombres y en un dos por tres le hicieron
un jacal. Les pagó con caricias.
Ese se volvió su negocio, de eso vivía.
Los clientes le sobraban, de tal manera que muchas veces los hombres se tenían
que sentar a la sombra de un mezquite mientras la desocupaban. A veces era
tanta la espera de sus ocasionales amantes, que
se le ocurrieron dos cosas; una, vender alcohol para que la espera no fuera tan
desesperante y otra, buscar otras mujeres que le ayudaran en los menesteres
sexuales. Pronto se notaría su embarazo y a lo mejor los hombres ya no la iban
a querer.
A los siete meses dejó de atender hombres. Ya tenía
tres muchachas trabajando con ella. El jacal inicial era insuficiente y mandó hacer otro, uno que era la
cantina, y otro, el cuarto
de cortejo. Cuando nació Agripino, ella se sentía ser una mujer muy rica.
El niño se crió en ese ambiente. Mirando
pleitos de borrachos y escuchando a las prostitutas en sus diarios quehaceres.
Su madre era la matrona y eso le daba muchos privilegios. Antes de cumplir los
catorce años tuvo su primera eyaculación, rodeado de muchachas que se le celebraban emocionadas. Desde
ese momento las mujeres no le faltaron, sin embargo se sentía vacío, muy vacío.
A los 18 años, Agripino conoció a una muchacha de su
edad en el rancho de Contitlán. Amalia Toledo. Se enamoró perdidamente de ella
y ella de él. Tenía la personalidad del francés, no el color de sus ojos, pero
si esa piel blanca y sobre todo el carisma.
Todos los días. De madrugada ensillaba
su caballo y se dirigía a aquella comunidad. Por un hoyo que había en el jacal
que servía como cocina en la casa de los Toledo, platicaban mientras Amalia
molía el nixtamal en el metate. Cuando se despedían porque ya iba a amanecer y
ella tenía que hacer las tortillas, se iba Agripino con una gran
nostalgia.
Cuando el padre de ella, Melquiades Toledo,
lo descubrió una madrugada pegado a la pared del jacal platicando con la
muchacha, su rabia fue tanta que no pudo evitar darle unos golpes, luego que se
dio cuenta quien era el novio, con mayor razón evitó que su hija anduviera con ese
sinvergüenza, descarado, inmoral, libertino. Cuando él iba al jacal del Surco
de Nopales, siempre lo miraba muy abrazado de alguna de las muchachas. Para
evitar que su hija siguiera de volada con el hijo de la María, fue a la
hacienda de Guadalajarita y ahí se la ofreció al administrador de la hacienda,
un hombre viudo y rico que no desaprovechó la
oportunidad de casarse con una jovencita y tres días después de eso, se fueron
a Moyahua y allá se casaron.
Agripino sufrió mucho, por sugerencia de
su madre y de las mismas mujeres, se dio a la bebida y se volvió un pleitista.
Su madre para consolarlo le apartó a una de las muchachas que trabajaba con
ella, Petra Lujano y les hizo un jacal a la orilla del arroyo, en el Remolino.
Su madre se encargó de mantenerlos porque Agripino no trabajaba, siempre andaba
borracho. Petra Lujano, se enamoró del muchacho y a pesar de lo que fue, se
volvió una mujer fiel, aunque sufría por las borracheras de su hombre y las
golpizas que le propinaba sin motivo. No se imaginaba lo que pronto sucedería
con aquel hombre, que no la amaba, pero que por ocasionalmente la ocupaba y por
esa razón había quedado en estado.
Un domingo por la mañana, Melquiades
Toledo salía de misa en la iglesia de Juchipila. Lo acompañaba su familia. Su
hija Amalia entre ellos, cargando el niño, producto de su matrimonio con el
hombre de Guadalajarita. Toda la gente se sorprendió cuando escucharon aquel
grito lleno de rabia.
__ ¡Melquiades Toledo! ¡Prepárate a
morir! ¡Vengo a matarte! __ Y miraron a Agripino Ríos, con una daga en la mano
y un pañuelo en la otra, ofreciéndosela al padre de Amalia.
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