Agripino asustó a
todos los presentes. Su reto era muy común por aquellos lugares, esa salvaje
costumbre que hicieran popular los chinacos seguía vigente.
__ ¡Anda viejo alcahuete! ¡Así como eres
bueno para ofrecer a tus hijas, a ver si eres bueno para responder como un
hombre! ¡Ya cuando montas a tus hijas vas y se las regalas a cualquier pendejo!
¡Porque seguro quieres a tus hijas para ti!
Se escucharon los murmullos de la gente.
La esposa de Melquiades lo agarraba con mucha fuerza. Sus hijas lloraban
suplicando que se fueran de ahí.
__ ¡Eres un cobarde Melquiades!
El retado analizó la situación, la llevaba de
perder, nunca se había peleado de aquella manera, ni siquiera iba armado. Si accedía a aquel pleito
sabía que iba a morir. Mejor era huir, ya buscaría la manera de desquitarse,
por lo pronto era mejor la vergüenza que la muerte.
__ ¡Yo no peleo con borrachos! __ Al
decir esto dio media vuelta y a grandes pasos se alejó con rumbo a la plaza
donde había dejado su carreta. Su familia tras él.
La gente quedó seria, era raro ver que
se eludiera un pleito después de tantas ofensas. Sin embargo de repente
lanzaron un grito general, al mirar que Agripino corría tras Melquiades y cuando lo
alcanzó, hundió su daga una y otra y otra vez en la espalda de aquel hombre.
Cayó dando de gritos y pidiendo ayuda. Nadie se atrevió a defenderlo porque
Agripino riendo como un loco amenazaba a los presentes. Las únicas que se
atrevieron a acercarse fueron su mujer y sus hijas, que gritando horrorizadas imploraban por
ayuda también. Agripino tomó del pelo a la mujer que fuera su novia, con rabia
la levantó.
__ ¡Tú te vienes conmigo!
__ ¡No Agripino, no, por favor!
__Dije que te vienes conmigo.
El alboroto era grande. La gente seguía
sin intervenir. De repente se escucharon las pisadas de muchos caballos en el
empedrado. La gente abrió el círculo que habían hecho alrededor del herido y su
familia. Un grupo de charros muy elegantes aparecieron. Montaban caballos de
fina estampa
__ ¿Qué pasa aquí? __ Pregunto el hombre
que capitaneaba a aquellos charros.
Nadie le contesto nada, el cuadro lo
decía todo. Un hombre ensangrentado muriendo en el empedrado, otro jalando a
una muchacha que no paraba de gritar por ayuda, otras mujeres llorando
abrazadas del hombre que estaba tirado, el que jalaba a la muchacha con una
daga ensangrentada en la mano.
__ ¡Apláquese amigo, apláquese o lo
aplaco!
Agripino sin soltar a la muchacha
amenazó al charro con su daga mientras le decía.
__ ¡A Agripino Ríos no lo manda ningún
currito! ¡Si se siente muy hombre bájese del caballo!
__ ¡Muchachito pendejo! ¡No sabes ni a
quien le has dicho eso! ¡A los rurales de mi general Porfirio Díaz, nadie le
falta al respeto! ¡Muchachos, vamos aplacando a este gallito!
Los charros se aprestaron a cumplir la
orden. Todos desenfundaron un brillante sable, menos un prieto fornido que
desanudo de los tientos de la silla de su caballo un largo látigo.
__ ¡Déjemelo a mi capitán! ¡Ya hace rato que esta chirrionera no despelleja a un perro!
__ ¡Déjemelo a mi capitán! ¡Ya hace rato que esta chirrionera no despelleja a un perro!
Los rurales rieron. Conocían la
habilidad de aquel prieto con aquella arma. El llamado capitán dijo.
__ ¡Todo suyo Mireles! ¡Pero no me lo
vaya a matar, mi general Díaz lo necesita vivo!
Agripino, al igual que la demás gente
estaba sorprendido. No sabían quiénes eran aquellos charros. El rijoso soltó a
la muchacha y aun con la daga en la mano enfrentó al llamado capitán, fue por
eso que, le llegó por sorpresa el primer golpe. Se escuchó un chasquido, luego
aquel zumbido en el aire y después el
golpe que como si fuera una
navaja, rasgó su camisa y luego la piel de su espalda.
Gritó sorprendido y volteó a ver de
dónde había venido el golpe. Miró al prieto que lo contemplaba burlesco con el
látigo en la mano. Luego vio como de nuevo lo levantaba y con una maestría
increíble lo dejó caer de nuevo rasgando el aire y luego su pecho. El dolor fue
intenso. Cayó al suelo pero se incorporó de inmediato. La daga no supo ni a
donde fue a caer. Quiso huir, pero lo rodeaba aquel grupo de jinetes que solo
le iban dejando espacio para que avanzara lentamente. Cuando quedaba junto a un
caballo, además del látigo, también sentía los sablazos, que de canto le
llovían en la espalda, en la cabeza, en el cuello. Así se lo fueron llevando
por toda la calle rumbo a la presidencia. Llegaron a la plaza. Los latigazos no
paraban. Sangraba de la espalda, del pecho, nalgas, piernas. Aullaba de dolor.
La gente los seguía, no había nadie que sintiera lástima por aquel asesino.
Frente a la presidencia cayó de rodillas llorando a más no poder. Ahí estaban
los policías, pero ninguno hacia nada, aquellos charros imponían respeto.
__ ¡Ya está bueno Mireles! __ Ordenó el
capitán. El prieto, sin dejar de sonreír fue recogiendo su látigo enredándolo
en pequeños círculos, luego le dio un beso y lo volvió a amarrar en los tientos
de su silla.
Agripino pensó que su castigo había
terminado y se incorporó para irse, pero el capitán le gritó.
__ ¡Quieto amigo, que no hemos
terminado! ¡Usted está arrestado y se va con nosotros! ¡Si hay celdas en esta
presidencia, háganme el favor de encerrarlo!
__ ¿Quiénes son ustedes? __ Por fin
pregunto un hombre parado
en el quicio de la puerta de la presidencia __ Yo soy la autoridad de
Juchipila.
El capitán desmontó. Se acercó al hombre
y le tendió la mano.
__ Capitán Esparza. De la policía rural
de mi general Porfirio Díaz. Tenemos la orden y la facultad de llevar la
justicia a todos los rincones de la Republica. Todas las autoridades están a
nuestras órdenes porque nuestra palabra es ley. ¿Alguna duda?
__ No señor, todo muy bien entendido.
__ Entonces enciérreme a este cabresto.
Nos lo vamos a llevar junto con todos los presos que tenga y los que vamos a
apresar. El señor
presidente los necesita en el ejército o en Valle Nacional. Desde este momento
está presidencia es nuestro cuartel, lo mismo la fonda donde nos vamos a
hospedar. ¿Alguna duda?
__No señor, todo entendido.
Frente a la iglesia murió Melquiades. Desangrado, sin
que nadie le ayudara. Agripino preso por aquellos elegantes charros que decían
ser, la policía rural del general Porfirio Díaz.
No había pasado media hora de aquel zafarrancho,
cuando llegó María Arelis hecha una fiera hasta la presidencia.
__ ¡Vengo para que suelten a mi hijo
inmediatamente! ¡Si es verdad que me lo golpearon no saben en el pedo que se
metieron!
Con palabras altisonantes insultando a
todos los presentes, exigía ver inmediatamente a su hijo, que lo soltaran, que
los iba a matar a todos.
Dos charros custodiaban la puerta. María
quiso entrar a la fuerza, pero los charros sacaron inmediatamente sus sables y
puestos en cruz, impidieron que ella avanzara.
__ ¡Ni crean que con sus chingadas alcayatas
van a impedir que entre a rescatar a mi hijo! ¡No saben de lo que es capaz una
madre!
Sin medir consecuencias quiso brincar
aquel improvisado cerco, entonces uno de aquellos hombres la tomó del pelo y
sin ninguna consideración la jaló y de un empujón la aventó hasta media calle.
En eso apareció el capitán Esparza. Desde el suelo lo miro María. Su figura
imponía respeto.
__ ¿Qué pasa?
__ Parece que es la madre del
prisionero. Se quiere meter a la fuerza.
El capitán Esparza la miró. Sonrió,
luego le dijo cruelmente.
__ Lárguese para su casa señora. A su hijo
no lo vuelve a ver nunca jamás. O si lo vuelve a ver, será colgado de la rama
de algún mezquite. Así que despídase para siempre de su muchachito.
María lo miró con odio. Volteó para
todos lados buscando alguna piedra suelta para tirarle a aquel desgraciado. No
había ninguna, todas estaba muy bien amarradas en el empedrado. Lo único que
tuvo a la mano fue una pila de pasojos frescos de los mismos caballos de
aquellos charros. Eso fue lo que utilizó de arma. Con rabia agarró un puño de
bazofia y la tiró al rostro del rural. Tanta fue su mala suerte que aquellos
despojos pegaron en la cara del capitán, luego se resbalaron y ensuciaron su
chaquetilla de adornos plateados. El coraje pinto su rostro de rojo. Sin
consideración alguna se acercó a la mujer que aún estaba tirada y como si
pateara a un perro de dio tremendo puntapié en el abdomen, luego otro y otro
para rematar de cuclillas descargando sus puños sobre el rostro de la pobre
mujer, que ni siquiera tuvo oportunidad de quejarse. La desmayó y luego dio una
orden.
__ Enciérrenla también. Esta se va a
Valle Nacional a divertir garañones.
Cuatro días después. Se miró a los rurales salir de
Juchipila. Llevaban cuarenta presos, entre ellos, María Arelis y su hijo
Agripino, ambos aun mostrando las secuelas de la golpiza que les habían
propinado. Pasaron por el Surco de Nopales. Los jacales estaban solos, las
prostitutas habían huido temiendo que los rurales fueran por ellas. Luego
pasaron por el Remolino, Petra Lujano estaba en el patio de su jacal, los miró
cuando pasaron y solo dijo tocando su abultada barriga __Mira mijo, ahí va tu
padre y tu abuela, a ver cuándo los volvemos a ver__ Luego pasaron por la plaza
del Remolino, los hombres sintieron lástima por María, tantas veces que los
había divertido. Al pasar por el Arroyito Blanco, el padre de María rajaba
leña. María gritó__ ¡Padre, padre, perdóneme!__ El hombre miró la comitiva, ni
siquiera levantó la mano, luego
siguió con su trabajo como si nada. En Contitlán, a la orilla del camino estaba
la familia de Melquiades que no pararon de gritarle maldiciones al preso,
solamente aquella que fuera su novia no decía nada. Lo miró con mucha tristeza
y luego se puso a llorar con mucho dolor. Todos pensaron que era por la
reciente muerte de su padre. Solo ella sabía que no era así.
Petra le había dicho al feto que llevaba en su
vientre, que a ver cuando los volvían a ver. Eso nunca sucedió. Agripino fue
mandado a Valle Nacional, y
ahí fue esclavizado en una hacienda. María fue mandada a Yucatán, a los
henequenales y allá murió de hambre, pues aunque siguió sirviéndole a los
hombres, allá no había quien pudiera pagarle.
Nunca volvieron y Petra tuvo que sobrevivir sola,
cuidando de la niña que tuviera una noche lluviosa y fría, le puso por nombre
Florentina, la tal Florentina Ríos…Esta es su historia.
FRANCISCO RODRÍGUEZ LÓPEZ